Akwaeke Emezi recupera y reintegra la tradición igbo
La manera en la que Akwaeke Emezi ha recuperado la cosmogonía igbo, la ha introducido en una narración completamente contemporánea y la ha utilizado para dar una explicación a algunas de las preocupaciones más básicas de la vida actual es simplemente magistral. A esa excepcional capacidad hay que unir el hecho de que Emezi, simplemente, narra bonito, consigue una cadencia y un ritmo en el relato que hace que el lector o la lectora vaya fluyendo sobre una historia en la que se combinan pasajes dulces y delicados con otras escenas atroces y descarnadas. La novela debut de Emezi, Freshwater, fue recibida con entusiasmo por la industria editorial y por los medios literarios y, afortunadamente, fue publicada, primero en catalán por Periscopi como Aigua dolça (con la traducción de Albert Torrescasana), y después casi simultáneamente por la editorial argentina Chai como Manantial (con la traducción de Damián Tullio) y desde Bilbao por Consonni como Agua Dulce (a través de la traducción de Arrate Hidalgo). Las citas de esta reseña se corresponden con esta última versión, en la que Hidalgo refleja un cuidado estilo narrativo lleno de poesía y atrevidas metáforas que resultan increíblemente gráficas.
Entre las muchas virtudes de la narrativa de Emezi destaca su capacidad para rescatar la tradición igbo de los relatos sepultados por el tiempo, revisitarla, reinterpretarla y actualizarla hasta darle el sentido que siempre han tenido las construcciones culturales, dar respuesta a las preguntas más profundas y complejas. En este caso, la sensación de un yo completamente desmembrado y aplastado encuentra la explicación de su desequilibrio en la presencia y la acción de espíritus y deidades.
Las plegarias de Saul, el padre “humano” de la protagonista, propiciaron el nacimiento de Ada. Fue la diosa Ala, la que escuchó los ruegos y por eso, Ada tiene algo de divinidad.
“Antes de que una amnesia provocada por el Cristo golpearse la humanidad, era de sobra conocido que la pitón era sagrada, mucho más que reptil. Es el manantial del arroyo, la forma carnal de la deidad Ala, que es la tierra misma, la juez y madre, la dadora de ley. Sobre sus labios el hombre nace y en ellos pasa toda la vida. Ala alberga el inframundo repleto en su vientre, que los muertos expanden y contraen, una luna creciente suspendida sobre ella. Era tabú matar a su pitón, y de su huevo solían decir que es imposible de encontrar. Y si lo encontráis, añadían, no podéis tocarlo. Pues el huevo de una pitón es el linaje de Ala, y el linaje de Ala no está ni podrá estar nunca destinada a vuestras manos”.
Además, algo salió mal durante su nacimiento, los ọgbanje, los espíritus enviados por Ala, debían regresar después del nacimiento de Ada pero las puertas de regreso se cerraron inesperadamente, los pequeños espíritus se quedaron atrapados en el cuerpo de la protagonista y se acomodaron en él. A partir de ahí la existencia de Ada se desarrolla marcada por esas presencias.
Akwaeke Emezi se adentra en los recovecos de la salud mental con una narrativa muy particular que desdibuja los límites entre el mundo de lo visible y el de lo invisible. Esa inestabilidad es una constante durante todo el relato que, por cierto, se ha divulgado como una historia parcialmente autobiográfica.
“El problema de que se te despierten dentro dioses como nosotres es que nuestra hambre también lo hace, y la cuestión es que alguien tiene que alimentarnos. Antes de ir a la universidad, el Ada había empezado a realizar los sacrificios necesarios para hacernos guardar silencio, para impedir que la volviéramos loca. No tenía más de doce años cuando aquello. Estaba sentada al fondo de su clase y extendió la mano con la palma sobre el pupitre”.
“El Ada no era más que una niña cuando dieron comienzo los sacrificios. Ella se abría la piel sin saber muy bien por qué; se le escapaban las complejidades de venerarse a sí misma. Se limitaba a hacer lo que tenía que hacer y no le daba más importancia. Pero creía en nosotres”.
Saachi, la madre de Ada, en el relato de Emezi ya se enfrenta a esos problemas de salud mental provocados, en parte por el desarraigo, ya que es una mujer malaya en un entorno africano, pero además, es una mujer que comparte su vida con un marido que no está a la altura, ni de los afectos, ni de la convivencia. Las dificultades de Ada y las económicas no hacen sino incrementar la carga. La protagonista acumula experiencias traumáticas, desde un grave accidente de su hermana pequeña hasta la ausencia de su madre. Cuando Ada se traslada a Estados Unidos para estudiar en la universidad, los espíritus continúan ganado presencia en la vida de la joven. Si al principio los cortes que se inflige son la única manera de aplacar a esas dos pequeñas y contradictorias presencias. En Virginia lo invisible termina de desplegarse como una respuesta a sus dudas y a la incomprensión.
“Su cuerpo, nuestro cuerpo, era diferente. Cuando las otras chicas hablaban de sus deseos de lujuria, ella escuchaba con curiosidad todos aquellos apetitos que ella no sentía, una necesidad que ni ella ni nosotres entendíamos. Cuando Soren intento follársela, ella no lo entendió. Nosotres tampoco. Solo estábamos interesades en su dolor”.
Finalmente es la experiencia de una sexualidad forzada y no aceptada lo que acaba de despertar la última de las presencias Asụghara, un espíritu mucho más poderoso que, al mismo, tiempo posee y sustituye a Ada en los momentos más traumáticos y más intensos.
“Las palabras formaron un remolino de náusea a su alrededor. La píldora: porque este chico, este chico de ojos de ciervo y piel mohina, había descargado nubes dentro de ella. Pero ella no conseguía recordar nada de lo ocurrido, no recordaba haber dicho que si porque no recordaba que le hubieran preguntado”.
Akwaeke Emezi se presenta como una persona no binaria lo que ha incrementado el ambiguo paralelismo entre Emezi y Ada. Muy hábilmente, Emezi relata la historia de Ada a través de múltiples voces, las voces de sus presencias y solo puntualmente es la propia Ada la que explica sus experiencias.
“Ni siquiera tengo la boca para contar esta historia. Estoy agotada casi todo el tiempo. Además, cualquier cosa que elles digan será la versión más auténtica de la historia, puesto que son la versión más auténtica de mí. Es raro que lo diga yo, ya lo sé, teniendo en cuenta que me volvieron loca”.
En Estados Unidos, Ada igual que aparentemente le ocurrió en alguna ocasión a Emezi experimenta una existencia tumultuosa, en algunos momentos; exenta de convencionalidades, en otros; y agitado y frenético en la mayor parte de los casos.
“Aún así, me siento muy sola. Ellos me ayudan a olvidarlo, pero a veces la soledad aparece como un continente desplazándose sobre mi pecho. Estoy cansada de estar vacía. Le di la vuelta y me la puse como un guante, la restregué por las paredes hasta que mi casa gritó vacía, vacía, vacía. Después no supe qué hacer con ella. Lo único que sé es que duele encontrarse en los espacios entre una libertad y otra”.
Con Agua dulce, Akwaeke Emezi se adentró en las novelas que en los últimos años están zambulléndose en el terreno de la salud mental. En algunas ocasiones como también ocurre con Más allá de mi reino de Yaa Gyasi, el tema de la salud mental aparece en la intersección con la experiencia migratoria y con la identidad, desde el punto de vista de la raza y el origen. Emezi ha sumado a esta ecuación la variable de la sexualidad y lo ha hecho construyendo una voz novedosa y un estilo particular marcado por una prosa delicada tiznada de poesía, pero también irreverente y descarnada cuando el relato lo requiere, para sacudir al lector. Desde la publicación original de Agua dulce, Akwaeke Emezi ha escrito otras seis novelas, ahora solo queda esperar a que las editoriales tenga a bien acercárnoslas.
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