El cronista de Darfur
Abdelaziz Báraka Sakin decía que escribió El Mesías de Darfur para entender un poco mejor una realidad tan compleja como la del conflicto que se cierne sobre la región del oeste de Sudán, con épocas de mayor o menor intensidad, pero sin terminar de extinguirse completamente. No es un ensayo, un tratado de historia, ni un análisis geopolítico. Es una narración que tal vez no permita trazar una radiografía clara del conflicto, pero sí que nos transmite dos ideas fundamentales: la primera que las cosas no siempre son como nos las explican; la segunda, que si intentamos simplificar, lo más probable es que nos equivoquemos, porque la vida es una madeja que de tanto enrollarse y desenrollarse se ha enmarañado irremediablemente. Además de una delicia narrativa, El Mesías de Darfur es una lección de humanidad. Cruda humanidad y tierna humanidad. Lo mejor y lo peor. Desde la vida abriéndose paso en el infierno (más allá del lugar común), hasta el derrumbe del heroísmo.
Por cierto, la publicación de esta novela en Sudán en 2012, le supuso a su autor, Abdelaziz Báraka Sakin, primero la prisión y luego el exilio. Ahora nos llega en castellano, de la mano de la editorial Armaenia, gracias a una delicada traducción de Salvador Peña Martín, un prolífico traductor de árabe que en 2017 recibió el Premio Nacional de Traducción de España, por su trabajo con el mítico Las mil y una noches.
En las páginas de El Mesías de Darfur se despliega toda esa complejidad de la vida y se confirma el tropiezo que supone la simplificación. Por el relato van pasando personajes que atraen momentáneamente la atención del narrador y que se convierten sucesivamente en el centro de la historia, eso sí, sin idealizaciones. Todos los personajes, incluso los que pueden despertar nuestras mayores simpatías, albergan espacios de sombra que nos sobrecogen. Tal vez la historia de Abderrahmán sirve de hilo conductor de la mayor parte de los episodios, salvo los que se pierden en algunas de las cunetas de la narración. Ella, sí, porque es una joven a pesar de su nombre masculino, conduce, en parte, el argumento.
Abderrahmán es una de las múltiples víctimas de esa violencia atroz desencadenada en el país. Víctima porque perdió a su familia en una de las matanzas de los yanyauids, esa oscura milicia armada por el gobierno que se encarga de parte más oscura de ese enfrentamiento, a través de una violencia sin límites y que siempre parece buscar el confín de la brutalidad. Víctima porque ha padecido múltiples violaciones, tantas que han condicionado la forma en la que ella misma entiende su cuerpo. Primero por parte de esos mismos yanyauids, pero también en los campos de refugiados por los que ha pasado. Y víctima porque es la venganza lo único que da sentido a su vida. Sin embargo, no es una víctima pasiva y, a pesar de las pruebas por las que ha pasado, se ha reconstruido y, a pesar de la violencia que ha recibido, ha conseguido recuperar la capacidad para amar.
“No descartaba la posibilidad de seducirlo con su cuerpo si las circunstancias lo requerían; aquel cuerpo ultrajado que unos yanyauids habían conseguido gratis y a la fuerza, y no solo ellos, sino también sus hermanos de piel en los campamentos de Kalma y de Abu Shuk, además de los que habían disfrutado de su cuerpo por su propia voluntad a cambio de unas monedas. ¿Qué mal había en cederlo por una causa como aquella, en la que creía y por la que ya estaba peleando? No le parecía que aquello fuese una traición ni a su esposo, Shikiri Toto Kuwa, ni a nadie. Ella le había entregado a Shikiri su corazón y su cuerpo por amor, a él solo”.
Su búsqueda, la de una venganza que le da tranquilidad y le reconcilia consigo misma marca el paso de la narración.
“El cuerpo del hombre se relajó por completo; solo los dedos de los pies le siguieron temblando unos segundos, puede que unos minutos, y eso fue todo. Ya no había nada que temer ni de lo que ocuparse, parecía que había venido para morir. No estaba asustada ni nerviosa, se habría dicho que mataba a un yanyauid al día. Se sintió de maravilla, había vengado a su familia y parientes, volvía a ser humana”.
El propio relato va describiendo la complejidad del escenario sin voluntad (o al menos, sin apariencia) de ofrecer clases magistrales. La propia realidad se impone. Frente al tópico de que el conflicto de Darfur era (o es) una muestra de la violencia comunitaria, un enfrentamiento entre etnias. El relato de El Mesías de Darfur muestra cómo las comunidades se han mezclado en Sudán a lo largo de los siglos, aunque la mayor parte de las veces, de manera forzada. El repaso de los orígenes de Ibrahím Jidr Ibrahím, el extraño acompañante de Shikiri Toto Kuwa muestra esa inevitable mezcla de estirpes.
“Su padre era de quienes llamaban «abd», o sea, esclavo (negro), que era todo aquel que tuviese la piel muy oscura o rasgos marcadamente africanos; contaba, además, leyendas sobre sus orígenes beduinos, sobre el número de esclavos que había llegado a poseer su familia, sobre las caravanas de su abuelo, que se internaban en la sabana para dar caza a hombres, niños y mujeres. Ibrahím Jidr Ibrahím, aún prescindiendo de esas falsas imágenes, maduró sin avergonzarse de sus orígenes, que muchos le afeaban y de los que le había hablado su abuela al-Tuma, quien lo advirtió de que su padre se engañaba a sí mismo. Ibrahím comenzó a indagar en los verdaderos orígenes de sus abuelas capturadas y vendidas en los mercados de siervos”.
La descripción de los propios yanyauids lanza otra piedra sobre el endeble estereotipo del conflicto étnico que solo se sostiene, en el caso de Darfur, debido a la ignorancia y el desinterés mostrado desde el Norte. Estas milicias paramilitares que se encargaban de desarrollar la guerra más sucia para el gobierno sudanés, no formaban parte de una única etnia, sino de diferentes grupos que a menudo compartían su ocupación en el pastoreo de camellos, pero que convertidos en mercenarios sin obstáculos a su brutalidad, animados al saqueo y al pillaje y a los asesinatos indiscriminados acabaron construyendo su rasgo de identidad en esa unidad de la guerra contra los enemigos que marcaban las autoridades que sostenían sus macabros privilegios.
“No tenían mujeres ni hijas, entre ellos no vivían civiles ni personas religiosas o instruidas; no había maestros ni estudiantes entre los yanyauids, ni directivos o artesanos. No sabían lo que era una aldea o una ciudad o un Estado; no tenían casas a las que desearan volver al final de la jornada. Todos sus esfuerzos tendían a un único objetivo: esa criatura de patas largas y lomo fuerte y abombado, dotado de un vientre capaz de almacenar un barril de agua. (…) Ese ser que podía llevarlos a zonas alejadas, donde matar y morir para brindarle pastos. Ese animal que era su amo y su señor, su esclavo y su propiedad al mismo tiempo, y recibe el nombre de camello”.
Abdelaziz Báraka Sakin ha dibujado la atroz crisis de Darfur recurriendo en muchos momentos a la ironía. En la historia se relatan violaciones y matanzas; se dibujan siglos de esclavitud y la deshumanizada autoridad que pasa por encima de todo y de todos; se transmite lo más crudo de la guerra. Sin embargo, este habilidoso narrador que se preocupa por lo que escribe, pero también por cómo lo escribe, tiene la capacidad de provocar algunas sonrisas entre tanto drama. Abre en sus líneas un espacio para algunos actos heroicos cotidianos de supervivencia, no los de los grandes salvadores, sino los de los gestos casi imperceptibles. Reserva un lugar para personajes variopintos, todos ellos complejos y con múltiples caras y, en general, tremendamente imperfectos y humanos. Y, sobre todo, guarda los ases en la manga de las situaciones más absurdas que se producen en la guerra y que permiten desmitificarla. Abdelaziz Báraka Sakin lucha contra los prejuicios con una narración magnética y, paradójicamente, sencilla que refleja la complejidad de la vida, de todas las vidas.
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[…] es poco habitual en la literatura, la crisis de Darfur. Abdelaziz Báraka Sakin, el autor de El Mesías de Darfur, vivió la experiencia de aquel conflicto en primera persona y, según él mismo […]
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