El tercer retablo de la Sudáfrica real de Kopano Matlwa
no hace concesiones. Seguramente esa ha sido una de las características que han edificado un merecido prestigio. La escritora sudafricana no se preocupa por contentar con sus tramas, de hecho tal vez sería más correcto decir que no se preocupa por molestar con sus tramas. Ni tampoco intenta construir personajes sencillos y que sean fácilmente comprensibles. De hecho son personajes plagados de contradicciones que a menudo se hacen completamente impredecibles. Y esa es una de la claves para mantener la tensión durante todo el relato. La industria literaria ha colocado a Kopano Matlwa la etiqueta de la cronista de la generación born free sudafricana, la que emergió tras la abolición del apartheid. En realidad, la novelista es la cronista de la Sudáfrica real, la que se despliega más allá de aquella fachada del país del arco iris que solo sostienen los estereotipos.
En Florescencia y en Nuez de Coco vimos pasar la violencia de género o las diferentes manifestaciones de la discriminación y el racismo, los privilegios y el clasismo, las frustraciones sociales o los conflictos de identidad. En Agua pasada, nos encontramos con un mismo escenario de discriminación racial, con las secuelas dejadas por las décadas de segregación, pero también con el impacto en el ámbito más personal e íntimo del desencuentro entre las comunidades, con la educación y la crianza, las dificultades afectivas de los adolescentes en una sociedad que se encuentra en medio de una crisis de valores y, sobre todo, profunda y desgarradoramente hipócrita. La editorial Alpha Decay nos trae esta novela con la traducción de Aurora Echevarría, igual que en el caso de Nuez de Coco. Un consejo: no intentes prever lo que pasará, porque no acertarás; solo déjate llevar por los personajes.
Mohumagadi es una triunfadora mujer negra, fundadora y directora del colegio en el que se forma la élite sudafricana, los niños y niñas que transformarán el país y el continente, como ella misma siente. Ha comprometido toda su vida a conseguir una posición que, en realidad, interpreta como una misión y basa su método en una rectitud que destierra sentimientos e intimidades. Por su parte, Bill es un cura blanco desastrado incapaz de contener sus apetitos sexuales, al que la institución va perdonando sus deslices. Después de su última salida de tono, Bill es enviado a cumplir una especie de penitencia al colegio de Mohumagadi, será el encargado de vigilar el castigo que han recibido cuatro alumnos que han tenido comportamientos “indecentes”. Mientras ella acepta la presencia del religioso porque considera que reforzará la idea de la debilidad de los blancos entre el alumnado.
“Todo el asunto era absolutamente ridículo. El libro entero, de hecho, era ridículo. Pero esos eran los tiempos que se estaban viviendo en ese país, pensó Mohumagadi, en los que todos tenían algo que decir”.
Lo que ninguno de los dos prevén es que son dos viejos conocidos y que su reencuentro abrirá las heridas enquistadas durante quince años. Mohumagadi y Bill no solo se conocían sino que habían tenido una historia compartida marcada por el rechazo de las relaciones interraciales de los primeros momentos del post-apartheid. La separación marcó profundamente las vidas de ambos y en el momento de la narración tienen que volver a buscar la manera de reorientar sus sentimientos.
“Era una época en que el país entero estaba de celebración, y se decía que era el comienzo de algo nuevo, algo hermoso y verdadero. Pero para él fue un final, el final de lo que se suponía que era solo el comienzo. Qué irónico que cuando otros se reunían, a ellos los separaban”.
Bill se encuentra en un entorno completamente hostil en el que ni los cuatro alumnos que le han encomendado le aceptan ni la directora de la escuela está dispuesta a ponérselo fácil. En contra del tópico del subgénero de profesores motivadores, Bill tampoco demuestra demasiadas habilidades (ni ganas) por ganarse la confianza de los estudiantes. Mohumagadi, por su parte, ve sacudido uno de sus mayores tesoros, su rutina, y siente que la presencia de Bill debilita su posición porque introduce incertidumbre e inseguridad en sus acciones totalmente pautadas.
A partir de ahí, la relación entre ambos, las posiciones vitales de cada uno de ellos, sus vinculaciones con los cuatro alumnos castigados y con sus respectivas instituciones van pasando por diferentes momentos, que vuelven a reflejar las contracciones de una sociedad sudafricana que no ha superado las heridas de la segregación. Matlwa aprovecha para lanzar una clara alerta sobre el clima social en el que está creciendo la juventud sudafricana, incluso en el caso de los privilegiados, una sociedad inmersa en una crisis de valores que, parece decir la autora, desaprovecha el potencial de sus jóvenes tanto por los rígidos corsés como por la falta de una tutela efectiva.
“-Mira, Mlilo, sé que has estado en contra de mí desde que llegué aquí. Pero hoy no. No queda nada en mí por destruir, así que dame un respiro, por favor”.
Las derivas de estas relaciones e interacciones mantienen la tensión durante toda la trama, pero además permiten acercarse a unos personajes que se comparten con la humanidad de los sentimientos que nos están amordazados y que, en la mayor parte de los casos, nos hacen a todos impredecibles, algunas veces cretinos, otras luminosos. Pero habitualmente con un destino dramático.
“ – ¡Espera, mundo! Por favor, mundo, espera.
Pero en todos los años de su existencia, el mundo nunca, nunca jamás había atendido esa petición. Ni de los reyes que habían estado al frente de sus imperios, contemplando cómo los hombre prendían fuego en masa a sus casas; ni de los dirigentes de los países que se habían despertado y se habían encontrado con su carrera destruida en los periódicos de la mañana; ni siquiera de la joven que pronto cumpliría dieciocho años y sería madre, y veía aparecer ante sí evidencias claras de dos enfermedades venéreas. El mundo nunca esperaba”.
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