143 RUE DU DÉSERT: La guardiana del vacío
En medio del desierto del Sahara argelino una mujer trata de escribir su historia durante los ratos muertos. Mientras da la bienvenida a todo aquel que quiera disfrutar con ella de un cigarrillo o de algo de comida. Un filme intimista que tiene lugar en un pequeño café al lado de la carretera, en un paisaje duro e inhóspito. El enfoque sencillo y humilde genera un retrato rico en texturas que se convierte en un homenaje a una mujer en el exilio que reina en un espacio marginal pero estimado.
Por Rafael González Tejel
Argelia acapara la mayor parte de asfalto de la conocida como Carretera Transahariana. La RN1 se compone de 2.300 kilómetros que recorren el país de norte a sur de la capital Argel, hasta superar Tamanrasset y llegar a In Guezzam, ya en las cercanías de Níger, donde el trazado continúa. La vía atraviesa el considerado durante mucho tiempo uno de los territorios más inhóspitos del planeta, el Sáhara argelino, área abonada a leyendas, cuentos de transmisión oral y tradiciones ancladas a un paisaje de escasa vegetación, con tramos de aire irrespirable y un sol extenuante.
Este fértil imaginario se cruza con la realidad en 143 rue du désert (2019) a través de un personaje como Malika, una mujer de avanzada edad que regenta una especie de café en medio de la nada. El cineasta Hasser Ferhani (Argel, 1986) articula alrededor de su figura otra de esas leyendas del desierto, situando la cámara en un indeterminado espacio entre ficción y realidad. Malika es en lo espiritual una presencia fantasmal, una especie de solitaria astronauta plantada en una estación lunar. En lo físico atiende con su particular diplomacia a la escasa clientela que circula por la RN1 y que se detiene en el establecimiento. La mayoría son transportistas con los que conversa entre sorbos de té y huevos revueltos de asuntos en apariencia triviales y que poco a poco van revelando aspectos de la personalidad de esta particular heroína del olvido, una J.D. Salinger del desierto y, al mismo tiempo, ilumina el entorno tan particular que le rodea.
Ferhani propone un trabajo pausado en este documental de largo recorrido en festivales internacionales, premiado en la última edición de Locarno y que se pudo ver dentro de la programación del Festival de Cine Africano de Tarifa-Tánger (FCAT) del año pasado. La lentitud como forma de vida y el sonido del viento mezclado con arena como banda sonora modelan una road movie a la inversa que reflexiona con sosiego sobre el trascurrir del tiempo. Hasta en esos confines tan alejados de los convencionalismos la modernidad se agita y se manifiesta implacable. El proyecto de una gasolinera con restaurante que va a abrir en las cercanías amenaza no solo el pequeño negocio de Malika, también a un ecosistema frágil. “La gente del Sáhara tienen coches de lujo, antes no era así”. La argelina simboliza un pasado y un modo de vida ya casi en extinción mientras descubre el dolor innombrable que le llevó a elegir la mayor de las soledades para resistir el lento goteo de los días. Se desliza rencor por el abandono de sus familiares más cercanos y una rumorología rural que le dañó en lo más profundo. Encontró el refugio idóneo para cualquier alma atormentada en esos bloques de cemento opresivos, que el director acierta a contrastar con un exterior interminable en largos y cuidados planos generales.
La política combina con lo social y se cuela por los resquicios del metraje, como Ferhani ya hiciera en uno de sus primeros trabajos, Afric Hotel (2010), un documental para recuperar. Malika contabiliza los autobuses con los que el gobierno traslada a inmigrantes al centro de detención de Tamanrasset, paso previo a la deportación. “La semana pasada, 38”, afirma, testigo involuntario de esa Argelia inclemente en su política migratoria y que se erige como última barrera hacia Europa. “Trabajamos para sobrevivir”, se desahoga uno de los transportistas que pasa su vida al volante cruzando el país una y otra vez, lamento lanzado al vacío. “Que Alá traiga un buen hombre que arregle el país”, zanja Malika. Revolotea la figura de ese 00 moribundo aferrado a un sillón y con una nomenclatura en la sombra tomando las decisiones. Ni siquiera su marcha tras casi dos décadas ha modificado un mínimo el rumbo del país y menos aún el del discurrir en esa Argelia olvidada.
Las leyendas de la zona, entre la capital del valle de M’zab, Ghardaia, y el indómito sur, se nombran sin que terminen de desarrollarse. El espectador se queda sin saber más sobre la ciega de Touggourt, el hombre de la hoz o esa prisión de El Menia que logró que los habitantes de ese lugar dejaran por fin en paz a Malika. Otras se materializan involuntariamente, como sucede con la visita de esa viajera en moto procedente del este de Europa que aparece misteriosamente entre la arena y mantiene con la hostelera una conversación en apariencia intrascendente, ni siquiera hablan el mismo idioma, pero que evidencia cómo mujeres tan opuestas pueden llegar a tener paralelismos sorprendentes. La rúbrica a la mejor de las historias expuestas la pone Chawki Amari. Conocido agitador cultural argelino, fue el que advirtió a su colega Hasser Ferhani de la existencia de Malika y del potencial que irradiaba el personaje. Cuando Amari la vuelve a visitar en calidad de viejo amigo, la define como ‘la guardiana del vacío’, creando sin pretenderlo otra de esas leyendas que, parafraseando a John Ford, superan a la realidad y que, en este caso, han sobrepasado el registro oral al dejar testimonio imperecedero a través de la imagen.
Malika fascina por las constantes contradicciones en las que incurre, por su aparente fortaleza y por cómo maneja las diferentes situaciones a las que la exponen la rutina y algún truco del director. Juega con los interlocutores y hasta con la cámara, baila la música de una orquesta en una escena más propia del cine del director serbio Kusturica, se atreve a criticar a un imán que entra en el local y se derrumba cuando menos se espera, presa de la ansiedad y de una soledad que no es tan deseada como parece. Clientes habituales le piden que resista las embestidas de sus recuerdos y de la competencia que se avecina. “Si te vas, esto quedará desierto”, y quizás, no haya más verdad que esa en el Sáhara.
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