El reverso africano (I): No solo de guerras viven las personas
Los cineastas acostumbran a mostrar la vida contraatacando a una racionalidad posmoderna que priva alegremente la trasnochada idea de una imagen como fuente de cambio. Se podría afirmar que el cine no cambia al universo pero, como subraya Wim Wenders, ayuda a mejorar las imágenes del mundo o, simplemente, puede ayudar a mejorarlo. Cuando las cinematografías africanas comenzaron a reivindicar su propio espacio a partir de la década de 1960, a recolonizar las imágenes secuestradas durante la época de la colonización, el grito mudo de la esperanza se adueñó de toda una generación de directores. El color del celuloide se transformó aportando una visión renovada del devenir africano y el poder de una nueva fotografía abrazada a la ideología antiimperialista arrancó el crujir de las naciones que comenzaban a emanciparse de sus antiguas metrópolis.
Se producía un momento de tránsito donde el espacio y el tiempo se cruzaban para producir figuras complejas de diferencia e identidad, pasado y presente, adentro y afuera, inclusión y exclusión… Los cines misionero, colonial y etnográfico, propios de la época colonial, quedaban relegados a la voz heterogénea de un continente, de unas cinematografías que tenían como objetivo reescribir su propia historia. De esta forma, el reconocido historiador y crítico de cine francés, Georges Sadoul, auguraba un futuro esperanzador en un artículo publicado en 1960 en el periódico Le Monde: “…65 años después del invento del cine, todavía no se ha producido ni un solo largometraje realmente africano, es decir, interpretado, rodado, escrito, ideado, montado por africanos y, naturalmente, hablado en una lengua africana. Es decir, que 200 millones de personas quedan excluidas de la forma más avanzada del arte más moderno. Estoy convencido de que antes de finales de los años sesenta este escándalo será sólo un mal recuerdo de los tiempos pasados”. Y así sucedió.
El desplante entre lo viejo y lo insólito, la tradición y la modernidad o el hombre africano y el occidental sirvieron en gran medida para las temáticas de los jóvenes cineastas aunque la crítica explícita no sobraba: la traición que supuso para muchos africanos la nueva realidad política aupada en el poder y que sustituía a la administración colonial blanca era un comodín recurrente. Estas problemáticas e inquietudes aparecen ya en el primer cortometraje de ficción del continente negro, Borom Sarret (1963) del director senegalés considerado padre del cine africano, Ousmane Sembène. Este film, que en la lengua wolof quiere decir El carretero, marcaba un punto de inflexión como señalaba Sembène: “A mi generación no nos explicaron nuestra historia. Sabemos las fechas, las leyendas, pero no sabemos exactamente qué pasó. Nuestro deseo (…) es dramatizarla y así poder enseñársela a otros e impedir que nos la enseñen terceros”.
Esta primera generación de cineastas africanos tuvieron la necesidad de dar un testimonio implacable sobre sus culturas y marginar en el olvido la radiografía distorsionada que de ellos había dado el cine occidental. La búsqueda de una identidad desgajada y rebajada al rango de la barbarie motivó que los directores asumieran un firme compromiso son sus espectadores, que cimbrearan la fibra del africano que se veía reflejado directamente en la gran pantalla: el conocido como cine-espejo. Era mostrar para reafirmar, para reivindicar, para espantar los límites creados artificialmente a finales del siglo XIX en la Conferencia de Berlín; en esencia, dotar de un nuevo significado a la imagen del continente.
El poder del fusil y el negro en el cine de masas o cómo hacer dinero
El cosmos hollywoodiense y sus circuitos mundiales de distribución de cultura, la reducción por parte de Francia e Inglaterra de la cooperación hacia el cine del continente, junto a la poca inversión de los gobiernos africanos en sus industrias cinematográficas –entre otros–, han sido claros exponentes para que la ilusión de los años 60, 70 y 80 quede en el recuerdo de cinéfilos o especialistas en los cines de África debido a la dificultad para acceder a estas obras… ¿Sueño truncado? La tendencia acusada desde las carteleras occidentales y desde la literatura de masas a mostrar al continente subsahariano como un área geográfica azotada por la violencia armada, explicada como un producto de luchas étnicas o como la consecuencia del dominio de los señores de la guerra dedicados al expolio de los recursos del continente, domina, nuevamente, un imaginario globalizado y difícil de contrarrestar.
Curiosamente ésta es la fórmula del éxito en muchas de las películas taquilleras: Johnny Mad Dog (2008) dirigida por Jean-Stéphane Sauvaire que muestra la cruda realidad de los niños soldados en un país indeterminado de África, o de las consagradas en el tridente drama-conflicto-África como El jardinero fiel (2005) de Fernando Meirelles, Hotel Ruanda (2004) de Terry George, y Diamantes de sangre (2006) de Edward Zwick.
Pero, ¿cómo no subrayar que esta explosión de colores que por reducción se ha convenido en denominar África significa mucho más que las hirientes situaciones de fanatismo, de catástrofes naturales o de corrupción por parte de algunos de sus líderes? Por la impronta rapidez y el volumen de información que se consume diariamente se ha invisibilizado consciente o involuntariamente una prolífera literatura sobre temáticas culturales, sociales y políticas que dan voz desde el continente a soluciones para muchos de los problemas que las sociedades occidentales presentan hoy en día. Una opacidad que también ha coaccionado las principales películas sobre conflictos armados en el continente producidas en la ultima década:
– Black Hawk derribado (2001), del director Ridley Scott, narra los trágicos acontecimientos que se sucedieron en Somalia durante el año 1993 mediante una gran producción hollywodiense sin compromiso alguno sobre las víctimas civiles o la responsabilidad de la Administración estadounidense al saltarse los mandatos de la ONU.
– Lágrimas del sol (2003), de Antoine Fuqua, presenta a un equipo comandado por el teniente Waters (Bruce Willis) que se adentra en el epicentro del continente con la misión de rescatar a Lena Kendrick (Monica Bellucci), una doctora americana que trabaja en una región conflictiva de Nigeria. Una película que como afirmó el crítico de El País Ángel Fernández es un «abyecto espectáculo de mala sangre (…) una penosa travesía de la selva (…)”.
– El último rey de escocia (2006), dirigida por Kevin Macdonald, narra la historia del dictador ugandés Idi Amin a través de la figura ficticia de su médico personal, el doctor Nicholas Garrigan. Está protagonizada por Forest Whitaker, cuya interpretación de Amin le hizo merecedor de un Oscar, un Globo de Oro y un BAFTA, entre otros premios.
Este orden cultural ofrece pistas para reconocer fácilmente estereotipos habituales sobre las sociedades al sur del Sahara y que Edward Said ya definió en su obra Orientalismo (1978). El discurso retórico civilización versus barbarie reduce la complejidad de las redes sociales establecidas sobre el continente a una oposición binaria. Se trata de una narrativa que sirve como herramienta para articular la diferencia, una “geografía imaginada” según Said, que estratifica al mundo en dos partes desiguales: por un lado, la racionalidad virtuosa de Occidente; por otro lado, el exótico, sensual, pero también peligroso e irracional, continente africano. Se establece, de esta forma, un control de la imagen que legitima la asimetría de poder y perpetúa una fotografía distorsionada de antagonismo e incompatibilidad de las partes.
La representación mediática ha construido una narrativa simplista sobre el continente que omite discusiones más profundas y, sin duda, controvertidas, como las consecuencias de los cinco siglos de colonización, de la esclavitud forzada, o los efectos de los abusos financieros, ecológicos, sociales y sanitarios radicalizados desde la implantación del actual modelo neoliberal en la década de los ochenta por el binomio Margaret Thatcher – Ronald Reagan.
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